¿Qué es la India?
La visión de un voluntario
12 marzo 2018
La India te golpea como un gigantesco martillo con solo asomar de la terminal del aeropuerto Indira Ghandi. El aire es blanco. Casi no se percibe el perfil de la ciudad. No sin problemas (esto es la India), consigo apoderarme de un diminuto taxi, que serpentea entre el alocado y caótico tráfico como un coche de carreras. Esquivamos vacas y personas que cruzan los ocho carriles con la misma indiferencia. Y con la palabra “milagro” en mi cabeza, llegamos a la calle V-20, sin asfaltar y atravesada por miles de cables que cuelgan entre coloridas pero decrépitas fachadas. “Casa Basora” reza el cartelillo; la casa de voluntarios, donde Ms. Geytri, una mujer de mediana edad que en otro tiempo debió ser muy guapa, me abre la verja con una sonrisa.
Después de un picante y sabroso desayuno que lleva a mi estómago hasta donde pensé que no llegaría, decido dar un paseo por la zona hasta el Mall, que por la insistencia de la mujer, debía de ser una atracción turística. Camino entre casas que se sostienen sin saber muy bien cómo. Miradas curiosas. Y es que un occidental blanquecino con su gorra deambulando por el barrio es algo que no se ve todos los días. Y de repente, sin darme cuenta, me encuentro entre chabolas construidas con chapas viejas atadas con cuerda, niños harapientos que juegan en la tierra rojiza, y niñas con kurtis multicolor que lavan la ropa en un estanque grisáceo... Todos me miran a mi paso, y me sonríen. No tengo miedo. Y eso que durante diez minutos he caminado entre más miseria de la que he visto en toda mi vida.
Salgo del mar de chapas hasta la carretera asfaltada y llego al centro comercial, eso sí, tras superar cuatro controles de seguridad. Todas las marcas conocidas, incluso las más caras y exclusivas, relucen en los escaparates. Otros diez minutos andando, en esta ocasión solo para recorrer una planta del opulento monstruo. Y todo ello junto a un lujoso campo de golf separado del inframundo por una estrecha franja de tierra vallada, tierra de nadie, como el espacio que separa dos planetas diferentes. Esta es la realidad de la India de hoy: desmedida abundancia junto a kurtis multicolor que destacan entre chapas oxidadas, kurtis sobre los cuerpos de niñas que lavan la ropa en agua oscura, pero que me miran con una sonrisa tan cálida que me avergüenza. Esa es la imagen que grabo en mi memoria.
Dos semanas después y finalizada mi labor de voluntario en un orfanato de Jaipur, confirmo lo que empecé a sospechar aquel doce de marzo: la India es un poderoso imán, una amalgama de cultura, tradición y religión con una pizca de abundancia sobre un océano de… ¿de qué? ¿de escasez? ¿pobreza? ¿acaso miseria?... Pero no; no puedo usar ninguno de esos términos, porque lo extraordinario de la India es su gente. Personas que viviendo en condiciones que cualquier occidental calificaría de “pobreza”, son sencillas, siempre amables, acogedoras, siempre con esa sonrisa cercana, siempre cariñosas… ¿más humanas? Es sorprendente.
Me atrevería a afirmar que aquí, de alguna manera, encontraron la felicidad que nuestra idolatrada civilización occidental anda buscando, quizás por caminos equivocados…
Eso es la India.